"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

domingo, 11 de marzo de 2012

Viaje 2012 XV: Oasis de Huacachina y Líneas de Nazca

Retornar a Lima significó reencontrarnos con una de las ciudades más caóticas que hayamos visitado jamás. El micro que nos tomamos en Chancay nos dejó en una terminal ubicada en el norte de la capital; nuestra misión actual era cruzarla para emplazarnos en alguna estación de servicio o peaje de la salida hacia la Panamericana Sur. Como primera medida compramos una botella de agua para hidratarnos. El calor era inaguantable. La “ciudad de los virreyes” se debatía en ese frenesí constante de coches-a-punto-de-estrellarse que la caracteriza.

Tomamos un bondi que nos dejaba a mitad de camino. En Lima los boletos del colectivo no se sacan de una máquina como en Buenos Aires, sino que se le pagan a un muchacho denominado cobrador, una vez encima del vehículo. Resultó ser que el cobrador de este colectivo se mostró interesado en nuestro aspecto harapiento y nos pusimos a charlar. Le contamos que veníamos atravesando todo el país a dedo, sin pagar ni un sólo bus, gracias a la amabilidad con que la gente nos trataba. Que estábamos “en las últimas”, y que la plata apenas si nos alcanzaba para comer… A medida que atravesábamos Lima y el muchacho le cobraba su boleto a todos los pasajeros (excepto a nosotros), comenzamos a presentir que su intención era eximirnos del gasto, en un guiño de hermandad latinoamericana. Pero la cosa no se quedó allí… En un momento subió un hombre vendiendo helados. Hacía calor y hacía rato que no comíamos. Mirábamos con ojos soñadores el cartel donde el hombre exhibía los helados en venta, intentando imaginarnos su sabor... tan perdidos estábamos en ese ensueño que no entendimos lo que sucedía cuando el tipo se nos acercó y levantó la tapa de la heladerita. “Elijan uno”. “¿Eh? No, pero no tenemos plata nosotros”. “Es un regalo del cobrador”. Nos miramos sin poder creerlo, miramos en dirección al cobrador pero él no nos miraba en ese momento. Elegimos los dos el mismo helado (uno de crema americana con galletitas de chocolate), incrédulos aún de nuestra suerte..

Al bajar del colectivo y agradecer ad infinitum al cobrador, consultamos a un policía y terminamos en un minibus que nos dejó en una estación de servicio apropiada para nuestras intenciones. Esta vez hubimos de pagar los pasajes, gasto que hirió nuestros orgullos. Llegamos a la estación en cuestión y la situación era la siguiente: como había sido fin de semana largo, ahora estaban retornando los coches que habían ido a las playas del sur de Lima, que son las más concurridas por los capitalinos. Dada la monstruosa cantidad de coches, la panamericana estaba abierta completamente en dirección norte, y recién a las 20:30 se normalizaría el tránsito habilitando nuevamente los dos carriles. Eran las seis de la tarde, y nos pusimos a jugar al ajedrez incas vs. españoles para pasar el tiempo. Victimizándonos ante el encargado de seguridad de la estación de servicio, conseguimos que nos regalara una botella de gaseosa. Después fui al
baño y, cuando volví, List estaba con un par de paquetes de galletitas que le había obsequiado una señora por haber jugado con su niño. Cuestión que merendamos pipones mientras lo machacaba en el tablero.

Mientras tanto, íbamos consultando a los camioneros que nos cruzábamos en el estacionamiento. Tras varias idas y venidas, comprendimos que no sería fácil. Pero nos dijeron que de madrugada saldrían muchos camiones rumbo sur, por lo que comenzábamos a elucubrar un plan de sueño y vigilancia por turnos para no dejar escapar a nuestro salvador. Pero en eso cambió nuestro destino.


Estábamos en una mesa de la tienda, cuando se acercó a nosotros un chabón vestido de negro, remera dentro del pantalón, alguna tacha por aquí y allá, y gorra con el logo de Batman puesta al revés. Curioso personaje, hablaba bajito y se hacía el interesante. Primero nos convidó de su yogur, después nos compró una gaseosa a cada uno. Al mismo tiempo, en la otra mesa aledaña a la nuestra se ubicaron dos parejas limeñas que evidenciaban haber tomado algo de alcohol. Se interesaron especialmente por el violín, y me pidieron que tocara la canción de Titanic… Resulta ser que una de las parejas estaba por casarse: el flaco le había pedido la mano a la mina justo la noche anterior, y estaban pasados de cursilerías y rebosantes de azúcar... En fin, toqué la canción y se emocionaron. Exponiendo las circunstancias de nuestra aventura, se emocionaron aún más. Nos convidaron cerveza (habían comprado varios paquetes), nos compraron dos sánguches a cada uno y nos regalaron plata. El otro flaco se ponía a llorar cuando le contábamos que habíamos viajado en un camión de basura, o que habíamos dormido en un estacionamiento de camiones, o que planeábamos pasar la noche en esa estación de servicio. "Es que yo me emociono por que soy muy bueno... muy bueno soy, ¿no es cierto? Yo soy muy bueno... y no me gusta ver gente así, sufriendo... no me gusta... yo soy muy bueno, muy bueno soy", repetía una y otra vez entre lágrimas, como intentando convencerse a sí mismo de su bondad. Pero el clímax de la cuestión llegó cuando el que estaba por casarse (camisa desabrochada que dejaba entrever un rosario, pose de ganador y seguridad de hombre exitoso) nos tiró directo al blanco. Nos invitó a Iquitos. Le dijimos que no teníamos dinero ni tiempo. No importa, dijo, vamos a Iquitos. “En avión. Cuatro días, yo pago todo. Esta noche les pagamos un hotel de puta madre, mañana los pasamos a buscar y vamos al aeropuerto”. ¿Podía ser posible?

Con la racha de buena suerte que veníamos viviendo, no resultaba del todo descabellada la idea de que la Pachamama deseara coronar nuestro viaje cruzando nuestros destinos al de un loco adinerado que nos llevara a Iquitos… Para colmo Iquitos, la enorme ciudad perdida en el corazón de la amazonia peruana, la puerta de acceso a culturas autóctonas, a un mundo de chamanes, rituales y misterios desconocidos para el hombre blanco en general, la cuenta pendiente de este viaje, la frutilla del postre: el llamado de la selva...

Después desaparecieron misteriosamente, y creímos que no los volveríamos a ver. Pero volvieron. Al parecer habían estado discutiendo entre ellos algunas cuestiones... en fin, nos llevaron a un hotel. Tomamos un taxi desde la estación de servicio, y cuando ya habíamos avanzado un buen trecho la novia de “el bueno” dijo que se había olvidado su cartera. Emprendimos el camino de vuelta a la estación de servicio, durante el cual “el bueno” no paraba de repetir que la iba a masacrar, que la iba a moler a golpes, que la iba a matar, si la cartera no estaba allí... porque dentro de ella estaba su celular.

La cartera estaba en la ruta tal cual la chica se la había olvidado. El taxi volvió a girar para viajar como media hora y dejarnos, esta vez sí, en uno de los barrios céntricos de Lima. Nos pagaron la noche de hotel (50 soles entre los dos, el alojamiento más caro de todo el viaje), les pedí un teléfono para contactarlos al día siguiente y se fueron.

El “hotel” resultó ser algo así como lo que nosotros llamaríamos lisa y llanamente TELO. Cama matrimonial, servicio de delivery de profilácticos, baño privado, etc. Nos bañamos (Quito había sido la última sede de tal acontecimiento), y al otro día nos fuimos, llevándonos las toallas de recuerdo. (Yo me había olvidado la mía en la capital ecuatoriana, a List se la habían afanado en Montañita).

Llamamos a “el bueno” desde un teléfono público de un kiosco. Nos atendió la mina (la que no fue masacrada gracias a que reapareció su cartera) medio dormida, preguntándome qué hora era. Las 12 del mediodía, le dije. “Llama de nuevo en un rato”, me respondió. Bueno... volvimos a llamar muchas veces, pero nunca más atendieron. List quería seguir llamando, pero lo previne. “Agradecé que nos pagaron el hotel”. Sin ánimos de dilatar más la estadía en la insoportable Lima, nos tomamos un micro a Ica. En el camino el vehículo se rompió, la cobradora me preguntó qué llevaba en la mochila (mi hipótesis es que creyó que llevaba armas de destrucción masiva), y cuando List quiso pagar, le dijo que su billete era falso y que iba a llamar a la policía. Pésimo viaje, sumado a una novedad familiar que me tuvo lagrimeando gran parte de los 300 kilómetros del recorrido.

En la estación de Ica congeniamos con dos europeos con quienes habíamos compartido el micro. Carlos, español, y Rafael, francés, iban, así como nosotros, al oasis de Huacachina. Carlos es de Granada, pero vive desde hace 7 años en Barcelona. Hace animaciones con la computadora y vive bien con eso. Rafael es de Toulouse, pero no habla mucho. Armamos un pelotón los cuatro, y enfilamos rumbo al único oasis natural de Sudamérica.


Llegamos de noche y comenzamos a buscar alojamiento. Yo tenía el dato, que me había dado un artesano cordobés en Copacabana, de una casa hippie llamada Huerta Wayki, o algo por el estilo. Tras merodear las orillas del oasis, consultando en los hosteles acerca del paradero del lugar que buscábamos y recibiendo risas como respuesta a nuestras pretensiones económicas… lo encontramos. Es uno de esos centros de aglutinamiento de artesanos, viajeros y ascetas de todo el mundo, con las paredes pintadas por los mismos huéspedes y toques bizarros, como una guía turística de la Argentina en italiano. Ahí dormimos los cuatro en una habitación sin luz y con un único colchón de goma espuma en el suelo.

Tras acomodarnos en Wayki, emprendimos la titánica labor de subir una duna de arena. Fue tarea harto difícil, pero, al alcanzar la cima de la misma, nos recostamos a escuchar el silencio y a contemplar el cielo eyaculado de estrellas que se abalanzaba sobre nosotros. Huacachina se nos presentaba en dos dimensiones: las luces del pueblo por un lado, y el reflejo de ellas sobre el agua del oasis por el otro. De fondo, una vista de las luces de la gran ciudad de Ica.


Tomamos unas birras allá arriba y conversar acerca de la crisis de Europa y retornamos a Wayki. Charlamos un rato con los hippies que allí andaban parando… y mañana será otro día.
Con la luz solar, se cambió la faceta nocturna, introspectiva y cálida mas no agobiante, por la diurna, de Sol radiante y ambiente de alegría playera.


El sandboard es uno de los atractivos principales de Huacachina, merced de las gigantescas dunas de arena que rodean la laguna. Nos despedimos de Rafael, que tenía otros planes, alquilamos unas tablas y nos mandamos en busca de la adrenalina. Estuvo bueno, aunque a mí, que nunca aprendí a andar ni en skate, se me complicaba mantener la estabilidad. Llegaba a deslizarme unos divertidos metros, hasta que el equilibrio decía chau y comenzaba el revuelque. Carlos lo ha documentado con su cámara; cuando sea el momento apropiado le pediré los documentos que atestiguan mi incapacidad total para la cuestión.

Luego de la breve estadía en el oasis nos fuimos a Nazca para conocer las famosas líneas. La excursión para sobrevolarlas es carísima (80 dólares), pero teniendo en cuenta que había logrado reservarme esa plata, que estábamos en el final del viaje y que vaya a saber uno cuándo y en qué circunstancias volvería yo a pasar por aquí... la hice. El vuelo se hace en una avioneta pequeñísima donde entran seis personas en total. Se mueve demasiado y da muchas vueltas para ofrecer a los pasajeros buenas vistas de las figuras. El calor desértico aprieta, el Sol se agiganta, todo da vueltas... Fue una especie de milagro el hecho de que no vomitara durante esa escasa media hora que dura el recorrido. Por lo demás, está bien hacer el vuelo para ver los dibujos más famosos de los Nazca (como el colibrí y el mono), pero ni antes ni durante el vuelo te dan ninguna explicación de NADA, y la verdad es que las líneas se ven mejor en los documentales que pasan en la televisión... O al menos eso me pareció a mí, que me la pasé más concentrado en no expedir al exterior lo que albergaba en mis intestinos que en visualizar las maravillas arqueológicas que se presentaban cientos de metros debajo de nosotros.


Ya durante los últimos días venía hablando con List de la irremediable bifurcación que sufrirían nuestros caminos hacia el final del viaje. Mientras yo tenía un poco más de resto económico para jugármela e intentar cruzar Chile (país considerablemente más caro) a dedo, él tenía más tiempo y prefería ir a lo seguro y regresar otra vez por Bolivia. Decidimos que nos separaríamos en Arequipa. Carlos también se iba para allá, así que nos propusimos llegar vía autostop los tres.


Caminamos bastante (yo todavía temblaba un poco por las turbulencias del vuelo) para llegar a una estación de servicio en la salida sur de Nazca. Allí hicimos lo de siempre: nos turnamos para preguntarle a los camioneros que paraban a cargar combustible, uno hacía dedo mientras otro juntaba las palmas de las manos en posición de súplica, etcétera. Carlos escribió un cartel de cartón que rezaba lisa y llanamente: "AREQUIPA". La cuestión es que ya caía la noche, y las esperanzas se desvanecían de a poco. Un camionero que nos paró dijo que podía llevar a uno sólo, pero que iba extremadamente lento (dijo que tardaría dos días en llegar a Tacna, límite con Chile, viaje que en micro es de 12 horas), por lo que no aprovechamos su gentileza.

Merodeando la estación de servicio había un tipo que gritaba "¡ACEITUNAS, ACEITUNAS DE LA CHACRA DE MI SUEGRA QUE PRONTO VA A SER MI CHACRA!". Se nos acercó a ofrecernos su mercancía. Como no teníamos dinero para comprarle, nos regaló una buena bolsita de aceitunas negras. "¿Estas aceitunas son de la chacra de su suegra?" le pregunté. "Sí, ¡de la chacra de mi suegra que pronto va a ser mi chacra!" me respondió, divertido. El tipo era muy simpático, y cuando se nos terminó la bolsita vino y nos regaló otra. Cuando le comentamos que éramos argentinos, nos contó que él en el '82 se había anotado para ir a combatir a las Malvinas. "Formábamos una fila de tres cuadras en la embajada, queríamos ir a pelear por ustedes... al final no me mandaron, pero yo quería ir".

Cuando prácticamente se disiparon las esperanzas de que nos levantara un camión a los tres, Carlos y yo resolvimos tomarnos un micro. Mi plan era ganar tiempo para Chile, ya que allá los micros son mucho más caros, y prefería quedarme anclado en una estación de servicio allá y no en Perú. La fecha de inscripción a la facultad acortaba mi viaje, al punto de reconocer que éste ya estaba llegando a su fin. List, en cambio, tenía menos dinero pero más tiempo y prefería pasar la noche en Nazca de ser necesario, con tal de no pagar el pasaje. Así, nos despedimos en esa mugrosa estación de servicio nazqueña, donde ya la noche posaba sus ojos sobre nuestras espaldas. Nos abrazamos y, tras más de dos meses de ruta compartida, nos separamos. “Cuidate Negro, te quiero mucho eh”. “Yo también cabezón”. Se nos piantó un lagrimón.

Caminando de vuelta al centro de la ciudad, nos cruzamos con un micro semi-cama con un cartel luminoso que indicaba nuestro destino. Tras regatear un poco el precio (de 50 soles nos lo bajaron a 40) nos subimos. Pero no era un micro viajando en condiciones comunes y silvestres... era un micro alquilado por un grupo de adventistas del 7mo día, que venía de una reunión de más de 25 mil personas en Lima. Los únicos gringos éramos Carlos y yo, y nos sentamos en los dos lugares libres que había al fondo, separados el uno del otro. A mí me toco compartir viaje con un gordo que despedía un olor nauseabundo. Era simpático, me convidó pan dulce y me preguntó qué onda el viaje, pero su olor era intolerable. Entendí en seguida por qué nadie había hecho el sacrificio de sentarse a su lado... Para colmo pasaban películas de humor inocentón y tonto, con moralejas del tipo "todos debemos creer en Dios, de lo contrario él nos castigará".

El grupo de adventistas se iba derecho para Tacna, por lo que me sumé a ellos separándome de Carlos, que se quedaba en Arequipa. “Un gusto conocerte, chau, nos vemos”, y ahora sí: enfrentarme solitario a mi destino. Llegamos a Tacna, ciudad del límite peruano-chileno, de mediodía. Almorcé en el mercado, donde pude ver un rato del partido Perú - Tunez (bodrio total), compré una bolsa gigante de pan, dos bolsas de cereales y agua como provisiones, y crucé a Chile, no sin cierto temor e incertidumbre de mi devenir solitario en tierras inexploradas.

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