"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

domingo, 18 de marzo de 2012

Viaje 2012 XVI: Chile y Mendoza

Tras sortear la exigente frontera chilena, en micro desde Tacna, llegué a Arica con el único objetivo de atravesarla. Dos graves problemas familiares me acosaban ahora, y mi idea era regresar a Buenos Aires lo antes posible. Ya se había acabado el tiempo de disfrutar del viaje.


En la terminal cambié todo el dinero peruano que me quedaba (8 soles) por 1200 pesos chilenos. Crucé la ciudad a pie tras una pesada caminata de aproximadamente una hora y llegué a una zona de estaciones de servicio y estacionamientos por donde pasaban los camiones al sur, y donde varias parejas de mochileros probaban suerte en la banquina. Tras intercambiar palabras con algunas de ellas, me ubiqué en el último lugar de la fila, cediéndoles la prioridad a los viajeros que estaban encarando a Fortuna desde antes que yo. Pero mi anhelado mesías no se haría esperar demasiado: tras 5 minutos de pulgar en alto, un camión paró para levantar a la pareja de mochileros que se ubicaba inmediatamente delante mío. Vislumbrando mi posibilidad de redención, me acerqué corriendo y, a pesar de su negativa inicial, el conductor terminó aceptándome gracias a mis súplicas a cara de perrito mojado. El salvador: Hugo, que transporta ropa hecha en Bolivia. Completan la flota dos parejas de mochileros chilenos: la que se subió justo antes que yo, y otra que ya se encontraba en el camión. Cuando me entero que el camión va directo para Santiago no puedo creer en mi suerte. Le pregunto a Hugo si puede llevarme hasta allá, y tras pensarlo un poco acepta. De Arica a Santiago hay más de 2000 kilómetros, y los medios de transporte chilenos son excesivamente caros. Pero el problema ya estaba resuelto. ¡Excelente bienvenida a Chile!



Esto es lo que escribí en mi libreta durante el trayecto Arica – Santiago:

El viaje transcurre entre charlas ocasionales de diversas índoles de relativa importancia. Hugo maneja casi siempre a 100, zigzagueando entre los cerros. "Esta es una zona de explotación minera", me comenta. "De aquí sacan hartos minerales". A Hugo le molesta que coma pan (único alimento del que dispongo durante el trayecto) porque "se me llena de migas el camión, pué". A pesar de ser medio hincha pelotas con eso, es un buen tipo.

El Sol va trazando una línea curva en el cielo y, cuando ya está lo suficientemente bajo, por momentos es eclipsado por algún cerro en el horizonte. Un par de curvas más, y se abre un paisaje salpicado por unas pocas nubes, que parecieran ser mica esparcida en el cielo trasandino. Después la ruta se convierte en una interminable línea recta, custodiada por unas pocas montañas bajas en el oeste. La noche es ya casi un hecho. Los más de 2000 kilómetros a Santiago se convirtieron en 1800 y pico. Le pregunto a Hugo cuándo piensa dormir, a lo que me responde que no tiene prefijado un sitio de pernocte, sino que maneja hasta donde aguanta... "Tengo que entregar la carga en Santiago el viernes a la mañana, y a Santiago son 2000 kms... ¡No puedo dormir!". Y sigue manejando, fumando y hablando con su simpático y saltarín acento chileno.

Por la noche, a través de la única señal de radio que nos llega, se escucha una canción de Ricardo Montaner. Quizás la canción no sea suya, pero es él quien la canta. Hugo dice: "hay huevones que cantan puras huevadas", comentario que se me figura certero y oportuno. De madrugada llegamos a un puesto de control aduanero. "Somos el único país del mundo que tiene esta huevada: una aduana interna" suelta Hugo, al que le gusta quejarse. Hay que ponerse manos a la obra: la aduana interna exige sacar toda la
mercadería del camión para someterla a revisión. Se clarifica explícitamente el motivo por el cual el camionero nos levantó: exprimir nuestra mano de obra. Las bolsas de ropa son alrededor de 80, y algunas llegan a pesar más de 100 kilos. Sacarlas cuesta "una hueva"; los que trabajamos somos los tres mochileros: Igor, Felipe y yo, mientras las mochileras Marcela y Daniela charlan y Hugo se hace el que trabaja, aunque más que nada nos da órdenes.

Cuando por fin terminamos de vaciar el camión, agrupando las enormes bolsas de a seis en filas regulares, nos acostamos en unas plataformas de madera para descansar. Al rato viene un tipo de aduana y nos echa de manera autoritaria, con la soberbia que caracteriza a la gente mediocre cuando tiene un trabajo donde puede ejercer un mínimo de poder. "Disculpe" me dice una mujer que cruza la aduana en auto con su marido, "no todos los chilenos somos así". Finalizada la "revisión" de la carga (que consiste en romper cuatro o cinco bolsas, sacar un par de pantalones y listo), iniciamos la segunda fase de la labor: acomodar toda la mercadería dentro del camión nuevamente. Las fuerzas menguan, los callos de las manos queman, pero tras un esfuerzo supremo lo logramos y nos sentimos satisfechos. Es más de la una de la madrugada. "¿Hasta dónde pensás manejar, Hugo?", le pregunto cuando reanudamos el viaje. "Hasta donde aguante", insiste el hombre, indoblegable.

La ruta suspira y nos ve pasar a 120 por hora bajo un hermoso cielo nocturno despejado. Ya no llega la señal de ninguna radio (la última vez que llegó, el programa era una especie de informativo acerca de la celulitis), y ninguno de los seis propone charla. Los cinco mochileros nos vamos quedando dormidos... hasta que de pronto el camión se detiene. "Ya, chicuelos... quiero dormir", nos dice Hugo. "Son las cinco de la mañana". Se lo ve exhausto; está agotando todas sus fuerzas para llegar a Santiago el viernes por la mañana. De modo que nos bajamos del camión y armamos nuestras carpas en la tierra, a un costado de la ruta, bajo un espectacular cielo de estrellas titilantes, ardientes, vivas.

El jueves arranca a las 9 A.M. A Hugo le quedan menos de 24 hs para llegar a tiempo a la capital, que ahora se encuentra a 1500 kms. Comienza a manejar, pero al poco tiempo se detiene para desayunar en un puestito ambulante que se aparece solitario en medio del desierto. Los mochileros chilenos compran sus respectivos desayunos, yo me siento a su lado y prosigo fielmente con mi inquebrantable dieta a base de pan tacneño. Hugo me pregunta si voy a tomar algo y yo hago alusión a mi falta de dinero. "Pero yo te invito, hombre", propuesta que acepto sin mayores objeciones. Así, me tomé un té y comí un "completo", ente misterioso cuya idiosincrasia se me figuraba desconocida hasta que se materializó frente a mí: pancho con tomate cortado finito y salsa de palta.

Tras el desayuno, la travesía prosigue empapada de una somnolencia constante, interludiada por charlas superfluas y esporádicas. El paisaje circundante es un gran desierto arenoso, el mismo que recorriéramos en la zona suroeste del Perú. ¿Por qué una frontera, allí donde la naturaleza dice unión?


A las cinco de la tarde, Hugo decide que es tiempo de almorzar y entra a un restaurante solitario, ubicado frente al mar y atendido por un travesti. Yo saco mi bolsita de pan y, tras dar pena durante algunos minutos, recibo una generosa invitación de almuerzo por parte de Marcela, la novia de Felipe. Éste no tiene hambre y ella se apiada de mí. Así ligo una carbonada, sopa de mariscos típica de Chile. La devoro con unción, engullendo a su vez grandes cantidades de pan para saciarme. No tenía idea de cuándo volvería a comer algo decente.

El resto del día lo consumo tocando el violín y brindándoles clases express a mis compañeros de viaje. Al caer la noche, los cinco mochileros proseguimos con nuestra religiosa rutina de sueño, siempre replegados más o menos así: tres en la cama, uno en el suelo y el otro en el asiento de acompañante. Se van esfumando las horas, y con ellas los kilómetros se van cayendo cual piezas de dominó, hasta que caemos en la cuenta de que es posible llegar a la capital de un tirón, sin la necesidad de detenernos a pernoctar. Daniela e Igor se bajan unos 200 kilómetros antes de Santiago con la intención de pasar unos
días en una playita. Ahora somos 4 personas en el camión, y el nombre de Santiago de Chile deja de ser una mera abstracción para comenzar a transformarse en un lugar no tan lejano.

Felipe y el Pacífico 

Se van esfumando las horas, y con ellas los kilómetros se van cayendo cual piezas de dominó, hasta que caemos en la cuenta de que es posible llegar a la capital de un tirón, sin la necesidad de detenernos a pernoctar. Daniela e Igor se bajan unos 200 kms. antes de Santiago para pasar unos días en una playita, ahora somos 4 personas en el camión y el nombre de Santiago de Chile deja de ser una mera abstracción para comenzar a transformarse en un lugar no tan lejano.

Finalmente, a las cuatro de la mañana se consuma la titánica tarea de Hugo, que recorrió 1500 kilómetros en 19 horas casi sin parar… Estamos en Santiago, capital de la República de Chile. El camionero nos deja en una callecita, nos explica cómo llegar al centro a pie y nos despedimos dándole infinitas gracias.-



Increíblemente, había llegado a Santiago sin gastar un centavo, conservando aún íntegros los 1200 pesos chilenos que cambiara en Arica. Camino un rato con Marcela y Felipe, hasta que nuestros caminos se bifurcan. Ellos son de Orense, patagonia chilena, y continuarán a dedo su regreso a casa. Tras saludarlos, y siendo aún de noche, me aparezco frente a mí mismo caminando solitario en la capital chilena. Son las 5 de la mañana. Voy vigilando mis espaldas, con esa inseguridad tan propia de las capitales latinoamericanas. Lo que las luces de los faroles me regalan son imágenes de una ciudad gigantesca cual Buenos Aires, y no recibo suficientes estímulos como para prolongar demasiado mi estadía en ella.

Me tiro a descansar un rato en una terminal de micros. Averiguo el precio del pasaje a Mendoza (40 dólares), y decido hacer dedo. Me tomo el metro, hago combinación y me bajo en la estación Vespucio Norte. Al regresar a los subterráneos, tras varios meses de transportes superficiales, mi mente comienza a reordenarse en las coordenadas bonaerenses. En la última estación toco un rato el violín; gracias al tema de Titanic recupero con creces el dinero del boleto y quedo conforme. Entonces comienza mi travesía a pie, con la idea de alcanzar la intersección por donde pasa la ruta hacia Mendoza, hacia Argentina.

Soy testigo del amanecer desde mi posición de caminante maltrecho. El Sol tarda bastante en salir, ya que las montañas deciden eclipsarlo por un buen rato. Camino y camino, abriéndome paso entre el cemento y degustando mi última bolsa de cereales, aquella que comprara en Tacna y que fuera ahora mi único alimento. Tras preguntar por enésima vez "¿por dónde pasa la ruta que va a Mendoza?", un flaco me dice que está lejos y que me conviene tomarme un taxi. "Esta zona es peligrosa", me advierte. Como de costumbre, hago alusión a mi falta de dinero, y el tipo me regala un billete de 5000 pesos chilenos. Luego se sube a un colectivo y me desea suerte.

Pero los pocos taxis que pasan no quieren parar, por lo que sigo caminando e invierto 1000 pesos en un sánguche de palta y en unas galletitas de coco. Sigo y sigo caminando, hasta que me cruzo con un jardinero buena onda. "Es por acá, pero tenés que caminar 4 o 5 kilómetros más para encontrar un lugar donde paran los camiones". Ahora sí, me tomo un taxi que por 1000 pesos me deja en una estación de servicio. Aquí comienza un trasbordo tras otro: en tres camionetas voy, sucesivamente, de la estación de servicio a un peaje, del peaje a un cruce de varias rutas (donde por fin leo "RUTA A MENDOZA", la proximidad a mi país me marea), de ese cruce a un punto estratégico por donde pasan camiones. En este último me ubico próximo a una línea férrea, y tras muy pocos minutos para un camión a levantar a dos tipos que están adelante mío. Me acerco corriendo y, como ocurriera en Arica, mis súplicas de cachorro huérfano me permiten subirme al vehículo. El conductor: un chileno que va a buscar carga a Mendoza. Los otros dos acompañantes: camioneros brasileros que llevan camiones de Brasil a Chile y que luego regresan a su país a dedo para ahorrar el precio de los boletos, y así obtener un poco más de ganancia.

Había llegado a las 4 de la mañana a Santiago; estando ya cerca del mediodía no daba más. La
primera parte del viaje dormité un poco mientras los demás mantenían conversaciones de camioneros. Después, cuando se tocó el tema futbolístico, me integré a la charla. Uno de los brasileros (de apellido alemán y con pinta de militar nazi) era torcedor del Inter de Porto Alegre, por lo que la simpatía por el Pato Abbondanzieri nos unía.

Y cuando quiero darme cuenta, estoy haciendo el cruce de los Andes a dedo. El camino es espectacular, con montañas altísimas como centinelas y el cielo azul como un manto infinito. El camino bordea precipicios, zigzaguea constantemente, atraviesa túneles por debajo de los cerros... Llegamos a la frontera, por fin dejo de ser un extranjero (al menos en los papeles). Ya en Mendoza, Pasamos por el famoso "Puente del Inca", y el conductor nos indica ruinas incaicas que se divisan a nuestra izquierda. Acá caigo en la cuenta de que este viaje comprendió prácticamente la totalidad del territorio Inca, desde Quito (Ecuador) hasta Mendoza (Argentina), aunque no alcanzo a figurarme la verdadera magnitud que tuvo ese "imperio" (el entrecomillado va porque la palabra no designa una cosmovisión genuinamente andina, sino europea) que unió más de 5000 kilómetros sin siquiera conocer la rueda, impartiendo una lengua común que aún hoy se mantiene en vigencia y que es de uso cotidiano entre muchísimos pobladores de los Andes.

La extranjería pasa a ser historia: tras atravesar Bolivia, Perú, Ecuador y Chile, vuelvo a pisar territorio nacional. En otro control fronterizo, donde el camionero chileno debe hacer unos trámites, los brasileros conocen a otros colegas que van directo para Brasil, y se despiden de nosotros. Almuerzo unos ñoquis con salsa bolognesa, utilizando otra vez moneda argentina (tenía guardado un billete de $100), y sigo rumbo a Mendoza con el conductor chileno.

El chabón me deja 25 kilómetros antes de la ciudad, en una estación de servicio por donde pasan muchísimos vehículos. El Sol pega fuerte y no hay árboles cerca de la banquina, por lo que cada coche que pasa y me ignora se vuelve un generador de fastidio. Tras un buen rato de falta de suerte, decido descansar a la sombra, y termino con los pocos cereales que me quedan. Sigo desafiando a Fortuna, pensando “qué país de mierda Argentina para hacer dedo”. Una inmensa cantidad de camiones pasa constantemente, pero ninguno me quiere llevar. Los que frenan en la estación de servicio, tampoco. Comienzo a extrañar la hospitalidad extranjera, pero de pronto un autito que sale de la estación de servicio me levanta y me lleva a Mendoza.

Tenía la idea de pasar la tarde en la ciudad y por la noche tomarme un micro a Buenos Aires. Pero llegué a la terminal a las 17, pregunté en la primera agencia que me encontré... y salía uno a las 18. Ya sin ánimos de recorrer, y sin posibilidades de disfrutar (las circunstancias mencionadas en el primer párrafo tenían mi cabeza inamovible en Quilmes), compré el boleto, cambiando el billete de 5000 pesos chilenos que me regalara el muchacho de Santiago (por el cual me dieron $47), y las pocas monedas extranjeras que quedaban de mi capital económico.


Y así culminó este viaje, que comprendió 69 días en el aspecto temporal y 5 países en el plano espacial. La última buena que me deparara el destino: el micro que me correspondía era semi-cama, pero éste se rompió a último momento y la empresa, en un loable gesto, decidió mandar un coche-cama. Así las cosas, pasé mi última noche como nómade durmiendo a 180º, con las comidas que venían incluidas en el pasaje y las películas bizarras de siempre.

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