Cuando el Negroli me comentó sobre una
página de internet donde se conseguían pasajes de avión a Europa a precios irrosorios, seguramente no tenía idea de los efectos inmediatos que sus palabras tendrían en mí. Enclavado en cierto estado de incertidumbre existencial, y mientras meditaba un nuevo viaje sudamericano (la Patagonia de nuevo, Colombia tal vez), el cruce del Atlántico se me figuró súbitamente como una inequívoca redención espiritual. Así, sin analizarlo en demasía, compré el pasaje que me llevaría de San Pablo a París el 9 de febrero de 2016, configurando un enero que por decantación transcurriría en el país vecino (vía Uruguay), embarcándome de esta forma en
uno de los mayores desafíos de mi vida... preparar un equipaje ecléctico con el que atravesar tanto el verano brasilero como el invierno europeo.
La patada inicial, el gesto fundacional del movimiento en esta nueva travesía, fue una carrera en tiempo récord desde Quilmes hasta Puerto Madero de la mano de mi tía Paloma (a.k.a. Meteoro).
Los coloridos globos colgantes del puerto de Buquebús adornaban mi despedida de ella y del país por casi dos meses. Intenté fijar mi atención únicamente en el momento presente, absorver las sensaciónes de ese único e irrepetible instante, pero el futuro se me caía encima como una avalancha de imágenes caleidoscópicas. No podía dejar de conectar mentalmente esos primeros pasos que me despedían de Buenos Aires de las geografías remotas a las que me llevarían. La plataforma de embarque tendía un puente directo no sólo con Colonia del Sacramento, sino también con los canales de Ámsterdam, los castillos de Brujas, la Torre Eiffel, el Mediterráneo y todos los posibles escenarios que se interponían como enormes corchetes vivenciales entre ese atardecer y mi regreso a la Argentina.
Pero, iniciado el cruce al país vecino, el ensueño de las aventuras venideras pronto cedió lugar al instinto de supervivencia en la realidad más inmediata - El rigor de Poseidón sacudía las aguas plateadas con vehemencia, y el enorme navío, a diferencia del relajado
viaje del verano anterior, se emparentaba ahora en mi imaginación a aquellas lejanas lanchas que me revolvieran las tripas en las Islas Galápagos
dos años y medio atrás.
La contemplación del espléndido escenario acuático desde mi ventana se vio trocada repentinamente por los dos metros cuadrados de un cubículo que albergaba un inodoro y un lavamanos,
médiums a través de los cuales exterioricé el contenido chocolatoso de mi interior hacia las profundidades de
"El Río Más Ancho del Mundo":
El vómito como extracción
del invasor no-asimilado
en el cuerpo
El Plata
corrige
la ondulación
de un navío curvilíneo;
el barco pirata del Tigre
es un juego de infantes
en el atardecer
lluvioso y revuelto
de la pampa
húmeda.
En el puerto de Colonia, descompuesto y sin entender demasiado por causa del mareo, me subí, todavía pálido y tambaleante, a un micro que depositaría mi ajetreado cuerpo, mi mochila, mi valija y mis dos violines, en la capital charrúa.