"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

lunes, 7 de abril de 2014

de Córdoba a Misiones a dedo

El 14 de enero, después de pasar diez días secuestrado bajo las directivas del Ejército Chapatista de Elevación de las Masas (ECHEM) en el monte cordobés, emprendí un viaje que uniría por vía terrestre San Marcos Sierras con Salvador de Bahia. Mi compañero de ruta en el inicio de la travesía sería Ary, camarada quilmeño a quien definiré como guitarrista y cheff vegetariano, por citar sólo dos de sus características principales.

A las diez de la mañana del citado día, Marc & Ana Paula, miembros del ECHEM, nos llevaron a ambos desde Yacumama -centro de operaciones del chapatismo- hasta el empalme a Cruz del Eje, concediéndonos nuestra tan ansiada libertad. El sol se desparramaba en el asfalto con violencia, anticipándonos una jornada que sería agobiante.


Hacia las once, un señor nos llevó con su camioneta hasta la grisácea Cruz del Eje y nos dijo que avanzando cuatro kilómetros más encontraríamos un cruce, donde podríamos tomar la ruta hacia Deán Funes. Nuestra intención era conectar Córdoba con Santiago del Estero y luego atravesar las provincias de Chaco y Corrientes para llegar a Misiones, nuestra puerta de entrada al país carioca.


Caminamos los cuatro kilómetros con bastante calor, pero con la alegría de estar en el inicio de una nueva aventura autostopera, ese tablero de posibilidades infinitas. En el trayecto vimos millares de mariposas blancas escoltándonos permanentemente, lo que producía una especia de efecto onírico en el entorno.





La única presencia humana en el cruce era la de dos o tres personas que vendían aceite de oliva, aceitunas y otros productos regionales en un humilde puestito al costado del camino. Allí me aprovisioné de una buena cantidad de frutos secos, antes de iniciar una larga estadía bajo el sol calcinante del mediodía veraniego cordobés. La ruta se encontraba en mal estado, y los escasos autos que pasaban no atinaban a levantarnos. Después de un buen rato, Ary era partidario de volver a Cruz del Eje y tomar un micro, y yo no podía creer que, después de haber recorrido más de 4000 kilómetros a dedo el verano anterior, me encontrara ahora atascado en el inicio mismo de esta aventura. Ya resignados y preparándonos para retornar a la ciudad, un auto conducido por una pareja mayor se detuvo en la banquina.

Daniel y Lucila se dirigían ¡a Santiago del Estero! Después del suplicio del asfalto, más de 400 kilómetros de un tirón junto a esta simpática pareja de Río Hondo. Él se dedicaba a la gastronomía y ella era peluquera. Durante el viaje conversamos de todo un poco. Nos contaron que las tunas de flores amarillas que veíamos al costado de la ruta eran más dulces que las de flores rosas. Nos invitaron a visitar las conocidas termas de su ciudad, que no era suya pero que habían adoptado como su lugar en el mundo hacía ya muchísimos años. Mientras tanto, en la radio sonaba una canción brasilera. ¿Preludio? ¿Señal?


En la capital santiaguina nos despedimos de Daniel y Lucila algo emotivamente y comenzamos a caminar por el Parque Aguirre, que me trajo el recuerdo de Palermo y sus arboledas, en la progresivamente más lejana Buenos Aires. Para escapar rápido de la capital, decidimos tomarnos un colectivo de línea hasta La Banda, ciudad vecina de Santiago, para estar bien perfilados hacia el Chaco. 

Hicimos dedo frente a una Shell hasta que la noche se hizo presente. Entonces desenfundamos nuestros instrumentos y comenzamos a tocar en la puerta de la estación de servicio. Habíamos armado un buen puñado de temas en formato de dúo (Ary en guitarra y yo en violín), abarcando géneros diversos (jazz, rock, tango, bossa nova, folclore, etc.), proyecto que luego se materializaría bajo el nombre de Dúo Arýlvar. En aquella, nuestra primera tocada a la vera del camino, no fuimos bien recibidos de entrada: un empleado de la Shell nos invitó a retirarnos. Nos alejamos un poco y continuamos tocando, disfrutando de hacer música luego de tanta ruta, pero conscientes de que las repercusiones económicas hasta el momento eran nulas. Si queríamos tener éxito con la gorra, teníamos que buscar un lugar mejor.

 Un hombre que salía de tomar un café en la tienda de la estación nos propuso ir adentro, a tocar para sus amigos, que estaban sentados en una mesa. Le dijimos que el empleado nos había echado, a lo que respondió con seguridad que no había problema. "¡Vayan, toquen y pasen la gorra!", nos incentivó. Entramos sin saber bien cómo presentarnos. "Venimos de parte de... eh... bueno, somos dos viajeros de Buenos Aires y vamos a tocar unas canciones... esperamos que puedan ayudarnos con algunas monedas". Los temas que elegimos fueron cuatro de los grandes pilares de nuestro repertorio: Barro tal vez (L. A. Spinetta), Norwegian Wood (J. Lennon / P. McCartney), Por una cabeza (C. Gardel / A. Le Pera) y Wave (T. Jobim). Tuve la sensación de que los hombres allí sentados, aproximadamente unos ocho, no nos prestaban demasiada atención. A pesar de ello, la recaudación fue por demás satisfactoria: ¡$103! Un hombre muy mayor que había entrado durante nuestra presentación nos dio un billete de $50, colmando todas nuestras expectativas. (Luego nos enteraríamos de que ese señor era nada menos que el dueño de la Línea 21, empresa de colectivos que nos había llevado desde Santiago del Estero hasta La Banda).

Uno de los integrantes de la mesa, al escuchar nuestras intenciones autostoperas, se ofreció a llevarnos unos pocos kilómetros hasta una estación de servicio en la que, según él, pasaban cientos de vehículos hacia el Chaco. "Si acá pasan 10 camiones, allá pasan 500" nos repetía una y otra vez para convencernos. Él iba para allá a visitar una novia.


Además de la estación de servicio que nos había mencionado el hombre, había una parrilla en la que hicimos lucir nuestros temas nuevamente, recaudando esta vez $42. Luego acampamos en la zona de juegos de la estación, junto a los tétricos sube-y-bajas, toboganes y columpios oxidados custodiados por la ruta. Habíamos pretendido acampar en una zona más alejada de las luces, pero el guardia del playón se nos había acercado para advertirnos que, de hacerlo, nos iban a asesinar, nuestros cuerpos iban a ser cortados y metidos en bolsas de consorcio, y él no se iba a ser responsable ya que aquella no era zona de su incumbencia.




A las siete de la mañana el sol redondo y naranja del horizonte nos despertó con sus rayos. Desarmamos la carpa y empezamos a hacer dedo, mates mediante. Unas dos horas después nos levantó una chata, conducida por un padre que acompañaba a su hijo al trabajo, relacionado con las antenas de una importante empresa de telecomunicaciones. Conversamos acerca de la relativa tranquilidad de la capital santiagueña y sobre los campos de algodón -una de las actividades económicas más importantes de la provincia- que divisábamos a ambos costados de la ruta. Nos dejaron en Taboada, punto en el que debíamos tomar la ruta 89 para dirigirnos a la Provincia de Chaco. 

En un puesto caminero compré una sandía por diez pesos, la corté en dos y comí mi mitad con una cuchara, mientras Ary hacía lo propio con la suya. A las once y media un grupo de camiones que llevaba el logo San Alberto S. A. se detuvo en nuestro cruce. Le pregunté a uno de los conductores si podía llevarnos y respondió que sí. "Dame un segundo" dijo, bajó a comprar una gaseosa y nos hizo subir al camión. Viajaba desde San Juan hasta Asunción transportando vino.

Este tramo del camino era peligroso. La enorme cantidad de polvo que se nos abalanzaba impedía la visión de la ruta, que sólo poseía un carril para ambas direcciones. En un momento nos salvamos de chocar gracias a un volantazo certero de nuestro conductor, que esquivó por muy poco un camión que venía de frente.

A las cuatro y media de la tarde llegamos a Campo Grande, Chaco, y el camionero, que había mantenido una conducta algo extraña durante el viaje (algo nerviosa e inquieta, diría Ary, que lo había tratado más que yo, que había ido durmiendo), nos dijo que teníamos que continuar a dedo desde ahí ya que se le había roto el motor. El sol estaba fuertísimo y el calor era superlativo, intolerable. Achicharrados en una garita, después de unos diez minutos vimos pasar al camionero frente a nosotros, haciéndose el distraído con el celular, como si no nos viera. Sobre el por qué de su actitud, sólo pudimos hipotetizar.


Para escapar de ese calor apremiante nos tomamos un micro por $20 hasta Sáenz Peña, ciudad en la cual ya están unidas las rutas que vienen desde Salta y Santiago del Estero hacia Corrientes. Nos postramos a hacer dedo en una YPF, pero el sol caía, las horas pasaban y no nos levantaba nadie. Cuando un cana que llevaba quince minutos haciendo dedo logró que un camión lo llevara, pensé 
en las paradójicas normas sociales que rigen nuestra sociedad, en lo increíblemente bizarro que es este mundo en el que se le tiene más confianza a un policía con un revólver en la cintura que a un hippie con un violín al hombro... 




Ya de noche, y con una luna espectacular anclada en el cielo, tocamos en la puerta de la tienda de la YPF (poca recaudación, apenas $18) y luego acampamos junto a la estación de servicio que se ubicaba del otro lado del camino, en cuyo baño nos duchamos con ayuda de una botella. Cocinamos fideos con mi anafe y nos dispusimos a conciliar el sueño, tarea harto difícil debido a la extrema dureza del suelo.


A las ocho de la mañana estábamos nuevamente con las mochilas en la ruta, probando suerte para achicar esa distancia de 165 kilómetros que nos separaba de Resistencia. Varios policías y lugareños que hacían dedo eran levantados rápidamente, mientras que nosotros, nada... Aparentemente, el problema para los chaqueños era nuestra foraneidad. 
Recién a las doce del mediodía rompimos el maleficio de Sáenz Peña y nos pusimos en movimiento, cuando un hombre bajó de su camioneta para comprar un agua saborizada y yo me acerqué presurosamente a preguntarle si nos podía llevar. Me respondió que iba hasta Quitilipi (pueblo ubicado apenas a unos 20 kilómetros), a lo que respondí que nos venía bien de todas maneras. (La cantidad de horas que llevábamos en ese lugar, desde el atardecer del día anterior hasta ese mediodía sin nubes, hacía que cualquier distanciamiento del mismo, por pequeño que fuera, resultara irrechazable).

Ary se metió en la parte de atrás de la camioneta y se quedó dormido, mientras que a mí me tocó esta vez el papel de acompañante y conversador. Empezamos a andar y, a medida que la charla se fue dando, José (tal era su nombre) me confesó que en realidad iba hasta Resistencia, y que nos podía llevar hasta allá. Durante el viaje, el conductor elogió las obras públicas que venía llevando a cabo la gobernación, principalmente relacionadas con el suministro de agua y electricidad de la provincia, y la construcción de una autopista para el trayecto Sáenz Peña-Resistencia.


José había recibido una llamada de su familia, que lo estaba esperando para comer en Resistencia. A pesar de eso, cuando llegamos a la entrada a la capital chaqueña, en lugar de dejarnos en el cruce, optó por seguir de largo para llevarnos hasta una estación de servicio en el camino a Corrientes. Le agradecimos su gesto y nos despedimos.


Nos pusimos a cocinar arroz en mi anafe. Era mediodía y, estando aún en ayunas, alimentarnos era imperioso. Nos sentamos en una especie de quincho junto a dos camioneros que ya habían terminado de almorzar. Nos escrutaron durante unos instantes y nos hicieron un par de preguntas existenciales (¿de dónde son? ¿hacia dónde van?). El mayor de los dos, viendo que el caudal de mi fuego portátil auguraba una cocción lenta, nos prestó su cocina, considerablemente más grande que la mía. Seguimos charlando y, llegado el momento oportuno de la conversación, accedió a llevarnos hasta Corrientes. Pero él estaba a punto de partir y nosotros todavía estábamos comiendo. Terminamos rápidamente la comida, guardamos los platos y cacerolas sin limpiarlos y corrimos hasta su camión.

El trayecto de Resistencia a Corrientes es de apenas 20 kilómetros y resulta ser la menor distancia entre dos capitales provinciales de todo el país. En el camino cruzamos el río Paraná, que del lado correntino dibuja una costanera que el lado chaqueño envidia.




El hombre nos dejó en una Shell en la salida de la capital correntina, donde un cartel nos indicaba que nos encontrábamos a 315 kilómetros de Posadas, ciudad en la que haríamos nuestra primera parada real ya que Ary tenía familia. Nos pusimos de inmediato a hacer dedo, turnándonos cada veinte minutos para sufrir bajo el sol, que estaba extremadamente picante. El calor era pesadísimo, y comenzaba a manifestarse en desórdenes estomacales de mi compañero de ruta, y en una leve insolación en mí.


Conforme el sol iba trazando su curva alrededor nuestro, nuestras energías se iban yendo con él. El aire acondicionado de la tienda de la Shell ofreció un marco de frescura en el que debatimos entre quedarnos a pasar la noche en Corrientes, continuar haciendo dedo o tomar un micro. Nos decidimos por esta última opción, pero el micro que debía pasar a las nueve de la noche pasó a las diez y, además, no nos frenó...


Nos instalamos nuevamente en la tienda de la estación de servicio para esperar el último micro, que debía pasar a medianoche. Nos fuimos quedando dormidos sentados en unos sillones, exhaustos después de una calurosa jornada en la ruta, cuando vino el guardia a decirnos que nos moviéramos "porque causábamos mala impresión". Mientras levantábamos nuestras cosas, el vendedor del mostrador nos repitió más o menos lo mismo, evidenciando que él había sido el autor intelectual de nuestro destierro. Cuando salíamos le di irónicamente las gracias y le deseé que nunca le pasara en Buenos Aires lo que nos estaba pasando a nosotros en su provincia.



Causando mala impresión, en Corrientes
De nuevo en la ruta, hacíamos dedo de a ratos, aunque resignados ya a la idea de pernoctar por allí. De pronto ocurrió algo extraño. Sin que le hiciéramos ninguna seña, paró un auto y su conductor nos preguntó si estábamos haciendo dedo. Le dije que nos dirigíamos a Misiones y cesaron sus intenciones de ayudarnos. "Pensé que iban acá cerca", nos confesó mientras reanudaba su marcha. Al rato de este episodio, me sentí observado por un camionero que estaba echándole combustible a su vehículo. Me hizo señas y me acerqué. También me preguntó si estábamos haciendo dedo. Habíamos estado toda la tarde haciéndolo, y en el momento en que ya no teníamos ánimos siquiera para levantar la mano en señal de autostop, se sucedían estos episodios misteriosos... Le dije que sí, que queríamos ir a Posadas, pero que no teníamos dinero. Que estábamos ahí desde las tres de la tarde (eran las once de la noche), que teníamos hambre, que estábamos desesperados. El camionero interrumpió mi súplica febril con una verdad que me sobresaltó para bien. "Los trajo mi compañero", me recordó, hablando pausadamente. ¡Era Manolo, el compañero de almuerzo del camionero que nos había llevado de Resistencia a Corrientes!

Manolo nos invitó a tomar unas cervezas, gaseosas y sánguches vegetarianos en el comedor que atendía una despechugada señora frente a la Shell. Compartimos una larga charla (más que charla, casi un monólogo), donde el camionero nos contó algunas tramoyas extrañas que había vivido al mando de su camión, como el haber recibido el ofrecimiento de una coima de $2000 para llevar el ganado que transportaba a un destino distinto del original, o la propuesta por parte de su jefe de ser el alcahuete de la empresa y vigilar a sus compañeros de trabajo. (Propuesta que rechazó. "Si querés que haga de botón y persiga a los otros conductores, dame una 4x4 y pagame aparte", nos contó que le dijo. Cuestión de principios).


Luego, absolutamente exhaustos, nos tiramos a dormir en la jaula vacía de su camión, que normalmente transportaba vacas. En sus barrotes estaba impregnada la inocencia de esos animales que a diario viajaban rumbo a la muerte. Afortunadamente venía de una limpieza, por lo que la presencia de restos de excrementos en nuestro lugar de pernocte era mínima.


A la mañana siguiente viajaríamos a Posadas.




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