La idea de ver el amanecer en las Torres fue truncada por las nubes (que, además de traer lluvia consigo, impedían la visión de las mismas) y el penetrante frío. Agazapado en mi carpa oía la música que las gotas dibujaban en mi techo, y esa música me decía que me encontraba en la recta final, en el punto culminante, de una de las aventuras más increíbles de mi vida.
Tras almorzar en el campamento con los demás, inicié el ascenso solo. No podía ser de otra manera, ya que, más que un viaje hacia un lugar exterior, se trataba en verdad de un profundo viaje interior que venía madurando al calor de los kilómetros y la distancia.