"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

domingo, 19 de febrero de 2012

Viaje 2012 XII: Chiclayo y Máncora

 “El tiempo no es sino la corriente donde voy a pescar.
Bebo en ella, pero mientras bebo, veo el fondo arenoso
y advierto lo somero que es. Su delgada corriente se desliza,
pero la eternidad permanece. Querría beber en lo profundo,
pescar en el cielo, cuyo fondo está empedrado de estrellas.
No puedo contar ni una sola. No conozco la primera letra
del alfabeto. Siempre he lamentado no ser tan sabio como
el día en que nací. La inteligencia es un cuchillo afilado,
discierne y penetra el secreto de las cosas. No deseo estar
más ocupado con mis manos de lo necesario. Mi cabeza es
manos y pies. Siento mis mejores facultades concentradas
en ella. Mi instinto me dice que mi cabeza es un órgano para
excavar, así como otras criaturas usan su hocico y patas delan-
teras, y con ella minaría y excavaría mi camino a través de
estas colinas. Creo que la veta más rica está por aquí; juzgo
por la varita adivinatoria y los finos vapores ascendentes, y
aquí empezaré a cavar”.

Henry David Thoreau
 
Al despedirnos de nuestros amigos cajamarquinos sentimos esa misma nostalgia que nos sobreviene en cada separación, en cada deslindamiento de un grupo, la misma que ya habíamos experimentado en la Isla del Sol primero y en Cusco después. Una vez más… List y yo enfrentando, solitarios, el camino.


Llegamos a Chiclayo a las 3 de la madrugada. La terminal era horrenda, pero la perspectiva de salir de ella aún peor. Así, nos sumamos con nuestras bolsas de dormir a la masa de gente que hacía lo propio debajo de sus frazadas. Tuvimos un buen sueño hasta las 6, hora en que nos despertaron los de seguridad. Entonces caminamos hasta la Plaza de Armas, permanecimos un rato ahí meditando nuestras posibilidades y resolvimos encarar de raíz el asunto por el que habíamos ido a la ciudad: la visita al museo del "Señor de Sipán", cuya arquitectura está inspirada en la de las tumbas reales moches..

El "Señor de Sipán" fue un jefe mochica del siglo III d.C. En su tumba se encontró un tesoro sólo comparable en magnificencia, según dicen, con el de Tutankamón. Conformado por cientos de piezas de oro, plata, cobre, piedras preciosas y conchas marinas, nunca se había encontrado un tesoro de este calibre en un sepulcro de la América prehispánica. Además, junto con este jefe mochica fueron enterradas otras ocho personas y su perro, con el fin de acompañarlo y guiarlo en su viaje al más allá.


El museo se encuentra en Lambayeque, pueblo cercano a Chiclayo. Tras el recorrido, almorzamos en el mercado del pueblo y nos fuimos a la ruta a probar suerte con el dedo. Al toque nos levantó un camión que transportaba enormes tubos destinados a alguna instalación hidráulica. Como tenían prohibido subir pasajeros a la cabina, nos permitieron viajar encima de la carga. El cielo era todo, todo nuestro.


Tras unas dos horas de viaje los dos camioneros pararon a comer. Nosotros nos sentamos en su mesa para conversar… ¡y terminamos ligando un plato de comida cada uno! Nos dijeron que pasarían la noche en Sullana, ciudad ubicada al norte de Piura, y que a la mañana siguiente continuarían su recorrido hasta Talara. Nos ofrecieron seguir con ellos, y aceptamos. Así, después de comer continuamos el viaje, echándonos una siestita sobre los tubos y contemplando un hermoso atardecer plagado de colores en la costa norte del Perú.


Atravesamos Piura, se hizo de noche y llegamos a Sullana. Allí nos despedimos del conductor, que se iba a pernoctar a su casa, y nos fuimos a pasar la noche a la casa de la familia de Edy, el acompañante, ubicada en un pequeño caserío cercano llamado Mallares. Las casas ahí están echas de barro, palos y yeso. “Acá, en Mallares, no vive gente mala”, nos decía la madre de Edy, “acá vive gente humilde”. Llamó mi atención la cosmovisión de la señora, que utilizaba como antónimo de maldad la palabra humildad, en lugar de bondad.


En casa de la familia de Edy (él vive en Lima) fuimos víctimas de una hospitalidad maravillosa. Por la noche nos sirvieron pan tostado, banana frita y té caliente. Nos bañamos (¡hallelujah!), dormimos plácidamente y al otro día amanecimos con sánguches de huevo frito y leche de soya. A los sánguches de huevo frito a las 6 de la mañana ya estábamos acostumbrados. La leche de soya no me gustó, pero hice el esfuerzo para no parecer grosero. Después, apenitas despuntando el alba, nos encontramos con el otro camionero -el conductor- en la ruta. Subimos nuevamente a los tubos gigantes, dormimos unas dos horas sobre ellos, y finalmente nos separamos de nuestros compinches, que tomaban un rumbo diferente al nuestro. En total, anduvimos unos 300 kilómetros con ellos.

En ese desvío permanecimos con los pulgares en alto una media hora, tiempo que alcanzó para que se apiadara de nosotros un grupo de obreros que viajaba a Máncora. Iban a las playas de esa zona a instalar medidores de agua. Viajamos en la parte de atrás de la camioneta, junto con cuatro de los trabajadores y los materiales de construcción. El rayo de Sol comenzaba a penetrar, pero la sensación de felicidad que sentíamos al recibir la caricia del viento costeño en nuestras caras era inmensa.


Los obreros iban a Máncora, pero antes iban parando a cada rato por el camino de arena para instalar los benditos medidores. Avanzaban 10 metros, paraban a instalar un medidor, avanzaban otros 15 metros… y así. Nos terminamos bajando en una de esas playas y comenzamos a caminar. Grande fue nuestra alegría cuando descubrimos palmeras llenas de cocos. Le preguntamos a un heladero que pasaba por ahí si podíamos comerlos, y nos respondió con naturalidad que sí. “Tienen jugo”, nos informó. Recolectamos unos pares y seguimos caminando bajo el rayo solar.


Paramos en la sombra que nos otorgaba un bien intencionado techito para degustar nuestras nuevas adquisiciones. Me sentía Guybrush Threepwood. Habíamos juntado dos o tres cocos cada uno, pero tras el descubrimiento de su exquisito jugo decidí ir en busca de más, convirtiéndome en una especie de "hombre-coco". Transportarlos luego fue tarea harto dificultosa.


Seguimos caminando rumbo norte hacia Máncora, pero cerca del mediodía resolvimos dejar de caminar y tirarnos de una buena vez al agua que nos atraía seductoramente con el sonido de sus olas. Instalamos la carpa y corrimos al agua. Era, verdaderamente, la mejor playa en que había estado en mi vida, con agua casi tibia y muy buenas olas para chapotear. Además no había casi nadie, por lo que la eternidad relativa circundante era toda nuestra.

Yo estaba con mi vincha colorida, regalo de mi madre, desafiando a las olas que se nos abalanzaban. Sabiamente, List me advirtió: “vas a perder la vincha”. “No pasa nada”, le respondí sin darle bola, y al segundo vino una ola enorme que nos hizo dar tumbos bajo el agua. Cuando salí a respirar nuevamente, ya no la tenía. Nunca volvimos a tener noticias de ella.

La lucha contra los designios de Poseidón nos produjo un hambre considerable. No teníamos casi
nada para comer, ni había ninguna clase de almacén o quiosco a la vista. A List se le ocurrió recolectar los caracoles que habitaban la orilla de la playa. Eran diminutos, por lo que al principio dudé de la conveniencia de dicho emprendimiento… Pero tras cavilar unos instantes me sumé a la labor, y estuvimos como una hora bajo el rayo del Sol del mediodía intentando procurarnos un almuerzo. Este fue un error garrafal de mi parte, ya que tenía la espalda color blanco leche y no me había puesto protector solar. Las quemaduras aún me acompañan.

Después me puse a juntar madera e improvisé una cocina al estilo que vengo utilizando desde el viaje al sur de Argentina que hicimos dos veranos atrás: colocar un par de piedras como plataformas para las cacerolas, dejar un hueco en el medio y avivar constantemente el fuego con pequeñas ramas. Así fue que, con agua de mar, hervimos los caracoles y unos pocos fideos que me quedaban en la mochila. Los caracoles salieron muy buenos, aunque, debido a su tamaño, no se podría decir que nos saciaban. Los fideos estaban extremadamente salados; sólo List pudo comerlos. Completamos el almuerzo con cocos.



Por la tarde dormí una siesta dentro de la carpa, entre las alucinaciones que me conferían las quemaduras y la insolación. Cuando por fin oscureció, continuamos nuestra peregrinación a pie hacia el norte. Al rato nos levantaron unas moto-taxis que nos llevaron “de onda”. Así llegamos a Máncora, uno de los destinos más turísticos de Perú.

Máncora es un pueblo que, producto del turismo internacional que lo visita, no duerme nunca. Sus negocios están abiertos las 24 horas, y sus calles son bullicio constante, restaurantes, vendedores de artesanías, músicos ambulantes y vendedores de papas rellenas -muy buenas, por cierto-.

Armamos la carpa en el camping "lo de Coco", la opción más económica que encontramos (5 soles cada uno), y salimos a tomar unas cervezas con Mauro y Karen, una pareja de chilenos que habíamos conocido en el carnaval de Namora, en Cajamarca, y que nos habíamos cruzado nuevamente aquí. Estaban con Coa, un canadiense muy buena onda que viajaba con su tabla de surf por el continente entero. Cuando le hablé de Vade Retro, la banda de rock progresivo sinfónico de la que formo parte, me recomendó escuchar Harmonium, banda de culto canadiense de los ’70.

Al otro día las quemaduras me dolían todavía más. Decidimos que el tiempo en Perú estaba agotado (sólo me quedaba un día de visa), por lo que continuamos rumbo a Ecuador. Nos despedimos de Karen, Mauro y Coa, que estaban en nuestro mismo camping, y salimos a probar suerte a la ruta. Esta vez, Fortuna dijo no y, tras almorzar un menú económico, nos tomamos el micro hasta la frontera. Por 10 soles llegamos a Aguas Verdes, sellamos nuestra salida del Perú y cruzamos a Ecuador.


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