Pero no era sólo un vuelo al continente europeo la razón de mi visita a la ciudad. Y es que en ella se encontraban Wilson & Carina, mis amiguinhos predilectos del Brasil, a quienes el Camino me había unido en Bolivia en 2011.
Nuestro encuentro en el hostel "Caramelito", ubicado en La Calle de las Brujas de La Paz, había sido el punto de partida de una amistad que luego se desarrollaría en escenarios múltiples a lo largo de los años, como ser la ruta precolombina El Choro, Buenos Aires, el noroeste argentino, Cuzco, y por último el litoral brasilero, con destino final en Salvador de Bahía - ciudad en la que nos habíamos despedido por última vez, dos años atrás.
En esta ocasión, el choro que nos congregó no fue el camino inca, sino el género musical. Envueltos en lluvias y armados con instrumentos acústicos & eléctricos, dejamos para la posteridad (?) un registro audiovisual de nuestra espontánea versión de una música del compositor Paulinho da Viola.
"Choro Negro"
Por su parte, Carina me guió hacia una fiesta de carnaval en el centro de la ciudad, donde conocí a agradables individuos tales como Renán, biólogo ciclista, y Vivian, fanática de Linkin Park de ascendencia japonesa. En un escenario montado por la municipalidad tocaba un grupo de músicos tremendos, con temas de Coltrane y de otros amigos del Club del Jazz. La alegría brasilera, genuinamente brasilera y sin la superpoblación gringa de Río de Janeiro, se me figuró como la cosa más bella del mundo.
- ¿Querés enviar algo a Buenos Aires? - Me preguntó Renán a medianoche, mientras cruzábamos a bordo de su bicicleta el puente que atravesaba el río Tietê, dejando el carnaval a nuestras espaldas.
- ¿Algo? - le respondí, sin imaginarme con qué se saldría ese paulista al que había conocido aquel mismo día.
- ¡Ahora mismo! - insistió y, acto seguido, peló su piringundín y comenzó a chorrear con sus secreciones internas el río oscuro y misterioso que se deslizaba bajo nuestros pies, a unos veinte metros de distancia.
- Este río -me explicó- desemboca en el Río Paraná, y luego en el Río de la Plata. Es loco pensar en cómo el agua que vemos acá sigue su curso y llega a Argentina... soy biólogo, me gusta pensar en ese tipo de cosas... - se excusó, al tiempo que guardaba el asunto nuevamente dentro de sus pantalones.
("RENÁN" ha de ser la versión -¿o adaptación?- portuguesa del nombre "Hernán". Claro, pienso, la pronunciación gutural de la "erre" brasilera convertiría el nombre, en caso de respetar la sucesión hispana de los fonemas, en algo así como ¡EJGNÁN!, una suerte de arcada vomitiva bimatopéyica repulsiva e impronunciable que rara vez produciría un gesto de alegría -llámese sonrisa- en representación de un sentimiento de satisfacción en el rostro del aludido.)
Camuflada por los edificios
flamea la bandera del estado de São Paulo
La tarde posterior al carnaval llegué a la morada de los Wilsinhos y me encontré con la puerta cerrada y el esfuerzo vano de mi timbrar. Aparentemente, mis anfitriones habían salido y yo no había recibido notificación. El vecindario donde vivían, por cierto, se trataba de un conjunto de seis departamentos internos comunicados por un patio común al que se accedía a través de una reja corrediza. El conjunto guardaba una gran semejanza con la vecindad del Chavo del 8 (o Chaves, según el doblaje brasilero... lo cual me remonta nuevamente a Caramelito 2011; aquella vez los Wilsinhos alquilaron una habitación con televisión con la finalidad exclusiva de ver el programa de Chespirito en su idioma original). En el frente de la vecindad, con su ventana de cara a la calle, vivía Pedro, músico paulista buena onda con el que había cruzado un par de palabras durante los días precedentes. El primer contacto que habíamos tenido se había dado cuando, tras escuchar que de su acordeón se desparramaban las notas de Oblivión -probabemente mi pieza favorita de Ástor Piazzolla- por todo el patio de la vecindad, me acerqué a hacer sociales confesándole mi nacionalidad y mi condición de músico. La cosa quedó ahí, prolongándose en sonrisas y saludos afectuosos durante nuestros encuentros de los días subsiguientes, pero sin pasar del "hola qué tal". La tarde post-carnaval, entonces, viéndome como un homeless por tiempo indeterminado a la espera de mis desaparecidos amigos, vislumbré su figura a través de la ventana abierta y le pegué un grito para que me abriera la reja. Me invitó a pasar a su casa -repleta de libros, discos e instrumentos musicales- y tras un rato de charla decidimos quedar en contacto. Lo busqué allí mismo en Facebook, y grande fue mi sorpresa al ver que teníamos un amigo en común. Se trataba del Laucha, amigo pianista y compositor quilmeño. Recordé que éste me había contado sobre un curso de intercambio universitario del que había participado en esta ciudad unos meses atrás; Pedro me dijo que sí, que justamente él lo había conocido en la universidad en esa época... y que de hecho él había sido quien le había obsequiado la partitura de Piazzolla. Pienso que el hecho de que semejante coincidencia haya tenido lugar entre dos megalópolis del calibre de Buenos Aires y São Paulo no pudo ser una mera "casualidad" -a decir verdad, a esa altura estoy completamente convencido de que éstas no existen- y la historia culmina (como no podía ser de otra manera) con una interpretación conjunta de Oblivión, en las postrimerías de mi estadía en la ciudad.
En el momento de partir de Brasil, por tercer verano consecutivo (y tras haber pasado tres meses de mis últimos tres años allí), esbozo una teoría según la cual el país mira a Estados Unidos en la misma medida en que Argentina intenta reflejarse en Europa. Desde ya, no desarrollo demasiado la idea. En cambio, en algún momento apunto en mi libreta:
OBRA = VIDA.
NO HAY DIFERENCIA.
QUE TU VIDA SEA UNA OBRA DE ARTE
y me siento agradecido con el Universo por haberme concedido amistades tan maravillosas, y le pido que me cuide y que me guíe, aunque en el fondo sé que no necesito pedírselo porque siempre lo hace. Y embarco hacia Europa, con la sensación de que, después de todo, siempre es el comienzo.