"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

martes, 15 de noviembre de 2016

Gira Diagonálica #3 PARIS

Abandonamos Estonia y, tras cambiar de avión en Riga y subirnos a un micro en Berlín -trasbordo en el que nos despedimos de Edgardo, el bandoneonista gallego del quinteto- Tango Diagonales arrivó a Paris por vía terrestre la mañana del 19 de julio.

Era mi tercera llegada a la capital francesa en menos de seis meses. Pero, a diferencia de las dos ocasiones anteriores, esta vez la Ciudad de las Luces significaba -peculiaridades de la percepción- un retorno, tanto geográfica e idiosincrásicamente hablando; a territorio latino, a lengua románica, a raíces identitarias comunes. Después del frío vikínguico-sajón, sentía que estaba volviendo a casa.


En un intervalo de nuestro itinerario de micros, colectivos y aviones, mis compañeros me interrogaron sobre mis motivaciones para aprender francés y viajar a París, objetivo primero original de mi viaje (luego postergado debido a la reciente expedición tanguera a tierras germánico-bálticas). Ellos habían venido a Europa exclusivamente por la gira del quinteto, a mí, en cambio, me esperaba un viaje por delante y sumarme a algunas de sus presentaciones se me había dado más por designios de la diosa Fortuna que otra cosa. Hurgando en mis memorias, pensando en el existencialismo, en el impresionismo, en el Mayo Francés, atiné a mencionar a Sartre, a Debussy y Ravel (y a Zidane, por qué no) pero en el fondo sentía que la respuesta real, el impulso originario que me había llevado a comenzar a estudiar la lengua de Voltaire desde hacía ya un par de años venía por otro lado. Luego, el mêtro colapsado me separó de mis compañeros musicales, con quienes aún deberíamos ofrecer dos conciertos, con formación y repertorio renovado; el 21 del mes en curso en un café subterráneo de la capital de las capitales, y el 26 en una fiesta en la campiña bretona. La respuesta a mi francofilia llegaría de manera inequívoca unos días más tarde.

Tras pasar mi primera noche en casa de una clarinetista italiana que había conocido en Curitiba unos meses atrás, me instalé en el departamento de Nico, amigo francés de longeva relación originada en tierras porteñas, continuada en el inicio de la Odisea Tucumán - Machu Picchu y sostenida ampliamente de manera epistolar a lo largo de los años.


El 21 de julio me decidí a enviarle una postal a mi abuela, quien al momento de mi partida hacia el continente europeo se encontraba alternando estadías entre su casa y el sanatorio, víctima de una debilidad generalizada producto de sus 93 años de edad. Se trataba de una postal que le había comprado en Estonia, con la imagen de la iglesia ortodoxa rusa Alexandre Nerve; una verdadera maravilla arquitectónica que simbolizaba, a mi parecer, la distancia a la que me encontraba respecto a mi tierra natal y, por ende, a ella. En el reverso de la misma le había escrito, con la letra más clara que era capaz de engendrar, que la amaba y que la llevaba siempre conmigo a pesar de la distancia.

Deposité la postal en un buzón amarillo cercano a la estación Goncourt. Nico, a mi lado, dijo con alegría "¡abuelita!" en el momento que solté el pedazo de papel. Me había ofrecido encargarse él mismo de hacerlo, ya que se encontraba camino a su trabajo y el buzón le quedaba de paso, pero, tal vez por algún tipo de premonición, había preferido soltar la carta personalmente. Ese gesto me conectaba, del otro lado del Atlántico, con las manos exhaustas de mi abuela. O eso esperaba.

Esa noche teníamos nuestro concierto -el primero en Francia para Tango Diagonales- en el sótano del Café Les Trois Arts, antro de halo bohemio ubicado en las proximidades del Parc de Belleville. Después de ensayar, fuimos ahí con Pablo. Pasamos un rato en el parque, que se ubica en lo alto de un monte desde el que se divisa buena parte de la ciudad y se ve la Tour Eiffel escoltada por los graffitis del lugar y un muchacho hace yoga mientras un grupo de árabes toma cerveza y escupe en el suelo.


Probamos sonido. Al terminar, unas llamadas perdidas de mi madre en el WhatsApp me preparaban inconscientemente para lo peor. Pocos minutos después, a través de ese medio, me enteraba del adiós definitivo de Hilda Oliva de Damiani, a.k.a. La Doña, uno de los pilares de mi vida.


En una suerte de estado de déjà vu producto de la noticia que me había llegado desde Quilmes, durante la presentación hice lo que pude arriba de las tablas para luego perderme a pie en la noche parisina, con la conciencia de encontrarme en un día bisagra que marcaba un antes y un después en mi vida. Allá la infancia, la luz maternal, el amor infinito; acá las lágrimas, la conciencia del porvenir incierto y el recuerdo perpetuo.


Uno de los tirantes que me catapultaban hacia Francia era su tradición musical, en especial el llamado impresionismo francés. Claude Debussy, figura central del movimiento, había nacido en Saint Germain-en-Laye, ciudad enclavada en el conurbano parisino. Desde la monstruosa estación subterránea de Châtelet me tomé un tren hacia dicha ciudad para visitar la casa natal, hoy también museo, del compositor.

La muestra se circunscribe apenas a una habitación, en la que se intenta recrear el ámbito de trabajo del que gustaba gozar el músico para componer. Entre los objetos exhibidos se encuentran piezas de porcelana china, tejidos orientales y decoraciones de la Polinesia, todo matizado por una tenue luz que se filtra a través de unas cortinas y musicalizado ad libitum por la discografía debussyana, recreando todo en su conjunto una atmósfera lumínica de paz.


Atinadamente, por esos días tenía lugar en el Centre Pompidou una exposición sobre mi amada Generación Beat donde se exhibían pertenencias de algunos de los héroes del movimiento, como ser teléfonos y cámaras fotográficas de William Burroughs, retratos de Allen Ginsberg, dibujos & pinturas de Jack Kerouac... y, en el centro de la sala, como una alfombra-autopista-plataforma-catapultadora-hacia-los abismos-insondables-de-la-experiencia-cósmica... ¡el rollo mecanografiado ORIGINAL de On The Road! Tuve la necesidad de medir la extensión del escrito sagrado no en términos abstractos, matemáticos o presumidamente "universales", sino en términos propios, individuales, que me involucraran. Comencé a caminar donde tenía lugar el principio del rollo, contando mis pasos mientras Dean Moriarty corría como loco a mi izquierda por las rutas de Norteamérica, y al finalizar la expedición llegué a un número sugerente, simbólico, absolutamente relevante dentro del imaginario iconográfico-viajero de los Estados Unidos: 66, como la ruta que surca el país de Este a Oeste y cuyo asfalto conserva al recuerdo de las andanzas de mis queridos y venerados beatniks.

Detrás del rollo se disponía una vidriera con un par de zapatillas, una gorra, un pantalón y una camisa del buen Jack, artículos con los que -imaginé- habría surcado innumerables veces las rutas de su poética y dolorosa América, fuente de todas las inspiraciones.


Entre los personajes entrañables que esta estadía en Paris me deparó se destaca la exótica Ingrid, modelo de Channel de origen franco-flamenco. Albina, de facciones como venidas de otro mundo, se encontraba tomando fotos un domingo a medianoche en la Île St. Louis a orillas del Sena, rodeada de ratas y vendedores de cerveza, en conmovedora soledad, irradiando de blancura la noche profunda que se mecía con la brisa del río milenario de aguas sacudidas por barcos-mosca. Oriunda de Calais, de 21 años, caminamos juntos de regreso a nuestros respectivos destinos de pernocte: su departamento cerca de la Place de la Republique para ella, la rue Saint Maur para mí. Al otro día, Nico me advertiría que mis ilusiones respecto a París no debían sobredimensionarse como consecuencia de este encuentro. "Está bien, París c'est une ville incroyable... Pero no te creas que esto de encontrarse una modelo solitaria con la que entablar una conversación casual es cosa de todos los días... ¡estas cosas sólo te pasan a vos!".


Se dice que la mejor vista de París se obtiene desde la terrasse de la Torre Montparnasse. "La vista desde la Torre Eiffel también es muy linda", me explicó pedagógicamente Nico. "¡El problema es que desde la Torre Eiffel no ves a la Torre Eiffel!".

La Torre Montparnasse es un rascacielos altísimo -hoy por hoy el segundo más alto de Francia- pleno de oficinas empresariales. Para tener acceso a su parte superior se debe abonar la módica suma de €10, tarifa que logré reducir un poco gracias a ciertos conocimientos cibernéticos de mi amigo (conocimientos relacionados con cupones de descuento y demás). Allí, en la terrasse, quedé perplejo no sólo ante los poéticos horizontes parisinos, sino también ante la conciencia del crisol de razas que se enclava con mandíbula díscola en el ombligo de Occidente. Chinos, rusos e hindúes se amontonan, pegan sus frentes al cristal, aplastando sus narices hasta enrojecerlas, para contemplar obnubilados la maravilla, la hija pródiga, de la civilización greco-romana.


En el Cementerio de Montparnasse, deambulando entre las tumbas de Charles Baudelaire, Jean-Paul Sartre, Tristán Tzara, César Vallejo y tantísimos otros, encontré la respuesta a aquel interrogante sobre mi gusto por lo francés.

El bloque marmóreo tiene cinceladas apenas dos palabras y dos cifras. Debajo de él descansan los restos mortales del Enormísimo Cronopio. Sobre él reposan cartas, piedritas, boletos de subte, besos, lágrimas, flores y rayuelas que se renuevan cotidianamente por la voluntad de los peregrinos. Entre todos los homenajes presentes, conmovedores por cierto (¿cómo puede un tipo muerto hace más de tres décadas generar esto en la gente, todos los días, cada día?), un agradecimiento en particular me interpeló. Se trataba de la firma de un chileno, que rezaba escuetamente "Julio, gracias por traerme a París". Entonces recordé mi yo adolescente leyendo Rayuela y pensé que todos los actos que llevaba realizados en esta dirección desde ese momento se encontraban motivadas desde sus orígenes por aquel impulso primario, por la imagen onírica de aquel París visto a través de los ojos de Oliveira, los ojos del exilio, de la literatura. Y no pude más que agradecerle.