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Para empezar, es menester remarcar que antes del 20 de agosto de 1991 -día en que fue confirmada la independencia de la República de Estonia- esta porción de tierra habitada por humanos desde hace aproximadamente 12.000 años ha vivido una historia por demás fascinante.
Con vestigios de la cultura de Kunda que datan aproximadamente del año 8.500 a.C., con evidencia de cerámica perteneciente a la cultura de Narva en los albores del Neolítico, de la cultura de la Cerámica del Peine desde el inicio del cuarto milenio en adelante y de la cultura de la cerámica cordada a partir de la Edad de Piedra, durante la Edad de Bronce comienzan a construirse los primeros asentamientos fortificados. En la Edad de Hierro aparecen plazas de origen celta, mientras que entre los años 50 y 450 d.C. se hace latente la influencia del Imperio Romano, época en la que comienza a desarrollarse un entendimiento de la identidad nacional.
En 1219 tiene lugar la Batalla de Lyndanisse, a partir de la cual Dinamarca -dirigida por el rey Waldemar II- se apodera del norte del país, incluida dicha ciudad, hoy conocida como Tallin. En 1346 los dominios dinamarqueses en Estonia son vendidos a la Orden Livona. Más allá de ocasionales rebeliones locales y un par de intentos de invasiones rusas, el país continuó siendo dirigido por los alemanes del Báltico durante los dos siglos posteriores.
En 1561 los suecos se alzaron en el poder. Bajo el reinado de Gustavo Adolfo de Suecia, en 1632 se estableció en la ciudad de Tartu la primera universidad del país (la segunda del Reino de Suecia, después de la de Uppsala).
Tras la Gran Guerra del Norte (1700-1721), el imperio sueco perdió Estonia, que pasó a manos rusas. Desde ese momento, y por los siguientes 300 años, la historia del país estaría ligada a la de Rusia.
Durante el siglo XIX comenzó a desarrollarse un movimiento cultural nacionalista, que abogó por el desarrollo de una literatura autónoma y por la impartición de la educación formal en lengua local. En 1918 el país logró por primera vez su independencia, que duró 22 años. En 1940 cayó nuevamente bajo dominio ruso (esta vez bajo el paradigma de la hoz y el martillo), situación que se mantuvo hasta la caída de la Unión Soviética y que sólo fue interludiada por tres años de ocupación nazi en el período 1941-1944.
Luego de toda esta historia de batallas, sangre y ocupaciones, era necesario elegir una bandera propia que se engarzara con el sentimiento, y se izara como representante, de la inquebrantable identidad nacional que había guiado con conmovedora obstinación a los estonios en su anhelo independentista. Los colores que envuelven a este joven país, así, son el azul (heaven above us), el negro (soil and suffering of our people) y el blanco (pure heart and a promising future).
"Las callecitas de Tallin tienen ese qué se yo..."
Detalle de mármol en la Iglesia de San Olaf
Otra maravilla arquitectónica de Tallin es la Catedral de Alejandro Nevski. Construida durante el siglo XIX como parte de la política del zar Alexander III de rusificación del territorio, se encuentra ubicada cerca del Castillo de Toompea, trono tradicional del poder estonio. Se trata de una iglesia ortodoxa rusa que trae a la vista de manera inmediata la reminiscencia de las postales de San Petersburgo. Durante la URSS, existió el proyecto de convertirla en un planetario... pero nunca dio la plata.
Cierto reconocido cantautor uruguayo dijo alguna vez que nada se pierde, sino que todo se transforma en otra cosa. Desconozco si esta frase surgió como consecuencia de una caminata por Tallin, pero es indudable que aquí encajaría perfectamente. Así lo demuestran los incipientes emprendedores estonios, que han montado negocios de comida rápida y cerveza en viejos kontainers fabriles remodelados, además de convertir gigantescas zonas industriales de fábricas abandonadas en lugares de esparcimiento y bares chill out.
La aventura en tierras estonias dejó como saldo un buen puñado de historias y de vivencias nuevas en una tierra absolutamente exótica y, hasta muy poco tiempo atrás, inimaginada. La milonga fue un éxito, con alrededor de 200 almas nórdicas moviendo su esqueleto al ritmo de la yumba y la síncopa. Luego sería la hora de reencontrarnos con nuestras raíces latinas en Francia.
Con Simone y Pablo,
compañeros de andanzas musicales en tierras bálticas